JAISALMER
Luego vinieron seis días en Jaisalmer. El primer día nos buscamos la vida para cambiar de hotel a la primera. Queríamos ir al festival, que esa noche era en la ciudad, no en el desierto. Un pensat i fet propio de nuestra tierra que casa bien con estas latitudes. Ese dejarse llevar nos acompañó también a modo de guía. Dormimos así una noche en un hotelito de la ciudad histórica, dentro de las murallas. Después de ver los grupos de música y danza rajastanhí, y cenar con nuestros colegas, subimos a la habitación y salimos a su balconcito a contemplar el espectáculo de la noche silenciosa y mágica. El balcón era de barandilla pequeña, y te tenías que sentar para estar a la altura y no caerte. ¡Qué hermoso era en sus miniaturas, con sus miles de tallas! Parecía sacado de un cuento de hadas. Jaisalmer es mucho Jaisalmer. Está construido para el disfrute de los sentidos. Muchos rincones, mucho espacio abierto, mucha duna, mucha belleza, muchas murallas sorprendentes que te llevan a otro tiempo. La ciudad dorada la llaman. Y con razón. Las casas, incluso las más humildes, tienen unas tallas hermosísimas en la piedra color arena de sus fachadas, de sus balcones, de sus ventanas. Celosías barrocas y recargadas, estratégicamente hechas para ver sin ser vistos, casas que ocultan sus secretos en rincones frescos y apacibles, havelis con patios interiores sobre los que se levantan pisos con barandas de piedra tallada, de nuevo la talla, de nuevo la belleza lenta de la mano que esculpe la piedra, de nuevo la figura sempiterna del elefante, del camello, de Gannesha, de Siva o de Krishna, incluso escenas de bailarinas o de cazadores.
También había frescos en las paredes de las havelis que visitamos, sorprendentemente bien conservados. Uno de ellos mostraba dos jinetes subidos a caballo y con lanzas, cazando dos animales. Uno era un cerdo y otro una cabra. El guía, de nuevo un amable policía que se sabía todos los rincones, y que así tambien se ganaba la vida, nos advirtió de ello y dedujo la adscripción religiosa de cada jinete en función del animal que cazaba. Graciosos estos personajes, que se saben hasta los mejores enfoques para las fotos.
En la misma haveli descubrimos en lo alto de una pared, en un contraste precioso, tres huecos unidos por la mano del hombre a modo de celosía: el sol de los hinduistas, la media luna del islam y la estrella de David de los judíos, de cuando la convivencia entre ellas era pacífica. También en estas tierras hubo paz y convivencia entre las religiones. Tal vez esa paz sea la cumbre de la inteligencia humana, de suyo tolerante. Tal vez debamos aprender de nuevo a serlo. India en sus grandes momentos lo ha sido. Algo de lo que también os hablaré en otro momento, y que debo a la lectura de dos libros: uno de Jesús Mosterín, “India”, del que ya os hablé, y otro de Amartya Sen, The Argumentative Indian. Writtings on Indian Culture, History and Identity, que me acabo de comprar en Mumbai pero que me está empapallonando. Para coger boca, un apunte: las épocas del emperador budista Ashoka, en el siglo 3 a.c. (el último de la dinasatía Maurya, iniciada por otro gran gobernante, este jainista: el emperador Chandragupta, que acabó sus días en ayuno voluntario) y del emperador musulmán Akbar, contemporáneo de nuestra sangrienta Inquisición, fueron ejemplos de tolerancia y respeto, de convivencia pacífica y aceptación de la diferencia. Esa es nuestra India, la que amamos y respetamos, la que a nuestro modo creemos entender, la que defendemos.
Que chulo. Que ganas de ir a mezclarse en tanta cultura. Gracias por acercarnos a ella.